En realidad, no es que haya menos oxígeno.
El porcentaje de este
gas en el aire permanece constante en toda la atmósfera: sea al nivel del mar o en las cimas
de las montañas, siempre es del 21%.
Lo que ocurre es que cuanto más alto ascendemos, menos
masa de aire tenemos encima de la cabeza y, por tanto, menos presión, que es la
fuerza que necesitan los pulmones para poder absorber ese aire – y con él, el oxígeno– a través de la
tráquea.
En la cima del Everest, situada a 8.848 metros de
altitud sobre el nivel del mar, la presión es de 0,33 atmósferas,
dos tercios menos que en la costa, donde la presión atmosférica es
de 1 atmósfera.
En esas condiciones,
el aire apenas entra en los pulmones, y los alvéolos no
reciben el oxígeno que precisan para incorporarlo al torrente sanguíneo y suministrarlo a los músculos y a los otros órganos del
cuerpo. Esa carencia es la que produce el famoso soroche o mal
de altura, que a partir de los 2.500-3.000 metros de altitud se traduce para
muchas personas en cansancio extremo, dolor de cabeza, mareos,
digestión lenta, náuseas, taquicardia y, en los casos más graves, edema
pulmonar y hasta infarto de miocardio.
Por eso, la mayoría de los alpinistas que suben ochomiles utilizan botellas de oxígeno suplementario. Además, antes de atacar la cima pasan unas semanas de aclimatación entre 3.000 y 6.000 metros. De esa forma, el cuerpo aumenta la producción de hemoglobina, la proteína que transporta el oxígeno desde los pulmones hasta los tejidos a través de los glóbulos rojos.
Fuente
de información: www.muyinteresante.es
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